Juan David Castilla | Veracruz Alterno |
Andrés Gómez Rivera tiene las manos curtidas por el trabajo, pero sus ojos guardan una ternura inquebrantable, una reserva de afecto que, tras años en la primera línea de la basura en Xalapa, ahora se dedica a su verdadera vocación: ser el guardián de los perros abandonados en la comunidad Rancho Viejo, municipio de San Andrés Tlalnelhuayocan, una zona conurbada con Xalapa.
Se pensionó después de décadas manejando los camiones de Limpia Pública en Xalapa, la capital del estado de Veracruz, dejando atrás el rugido del motor por un silencio relativo en el rancho que compró hace veinte años. Pero el silencio nunca llegó, no del todo.
En ese terreno, donde levantó su casa, sobre la privada Cuauhtémoc, también conocida como El Durazno, don Andrés es un hombre con nueve sombras, nueve perros que rescató de la calle, luego de que sus dueños viajaran desde la capital veracruzana a su localidad para abandonarlos.
«¿Desde cuándo abandonaron a los perro y los tiene usted en su casa?», le han preguntado, y él sonríe, el pecho ligeramente inflado de orgullo, no por riqueza, sino por responsabilidad. «Desde hace como unos diez años”.

La gente, piensa Andrés con una mezcla de frustración y pena, es capaz de lo peor. “Vienen de Xalapa, los vienen a abandonar por acá, a perderlos.» Su hogar se convirtió en el punto final de una ruta de crueldad. Pero donde otros ven una plaga o una molestia, él ve la obligación moral que el mundo desechó.
«Aquí los tengo, les doy de comer y ya están conmigo,» explica, mientras uno de sus nueve inquilinos, un perrito negro recién llegado, se frota contra su pierna. Les da sus croquetas, sí, pero también les regala «prabadillas de pollo», por eso están «gorditos,» como pequeños trofeos de su cuidado.
Su verdad vital se resume en una sola frase, un eco agridulce de su pasado: «ya no tengo hijos qué mantener, pero ahora tengo perros”. Esta nueva paternidad canina es demandante. No solo es alimento, es salud. Cada determinado tiempo, Andrés gestiona el viaje a Xalapa para esterilizar a sus rescatados con la ayuda de «doña Oli,» invirtiendo su propia pensión para asegurar que el ciclo de abandono se detenga en su puerta.
Dos meses atrás llegaron los dos más recientes: una perra con su cachorro. Eran del rancho, pero bastó con probar una vez su mano generosa para que decidieran que el lujo de la lealtad no se pagaba con el hambre. Sus dueños anteriores se rindieron; ellos, en cambio, se quedaron.
La irresponsabilidad es su dolor de cabeza constante. «Pues, no hubieran de tener los animales, las mascotas. Si no los van a cuidar, que no los tengan”. Su voz se vuelve grave. Un perrito abandonado no es solo un vagabundo, es un condenado, “los atropellan, los ponen en riesgo”, dice.
Su patio es un santuario de la libertad vigilada. El señor no cree en las cadenas. «Yo aquí no los tengo amarrados, los tengo sueltos”. Por las noches, extiende unos costales en el patio y ahí, bajo el cielo estrellado, duermen los nueve, seguros.
Pero la sombra del asfalto lo persigue. Hace un año, un carro se llevó a “Kiko”, su perrito de cacería, un can que seguía conejos. Andrés aún siente el vacío de aquel día. Lo llevaba suelto, como hacía siempre, y un instante bastó para arrebatarle a su amigo. Su pérdida dejó una cicatriz que Andrés compensa acogiendo a los demás.
Andrés Gómez no recibe apoyo del ayuntamiento, ni de albergues, ni de ninguna organización. Es una institución de caridad de un solo hombre.
«Yo aquí me las veo,» afirma con la tranquilidad de quien ya tomó una decisión fundamental. Su pensión, ganada con esfuerzo en la suciedad de la ciudad capital, ahora se limpia en la pureza de este compromiso.
Él ya no maneja la basura de Xalapa; ahora, él es el encargado de recoger el dolor ajeno, la carga moral que la sociedad arrojada a la cuneta. Se ha convertido en el silencioso y digno guardián de nueve almas.

